Capítulo L: El Estado de las Autonomías

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Desde los albores del constitucionalismo español hasta la Transición, la lucha fratricida de «las dos Españas» fue un mal perenne que aquejó a nuestra patria. Incluso hoy, tristemente, continúa plenamente vigente. Aquel famoso cuadro de Goya, Duelo a garrotazos, sin duda estuvo presente en la mente de los constituyentes al elaborar la norma jurídica suprema de 1978. Una pugna, descrita magistralmente por José Ortega y Gasset como:

…dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia[1].

Disputa en la que nadie gana y pierde siempre España. Muchos en aquellos instantes, mediante el perentorio consenso, ingenuamente creyeron adentrarse en la Tercera España[2]. Aquella Tercera España definida por Salvador de Madariaga como la de la libertad, la integración y el progreso.

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Por lo que se escogió como modelo de Estado una fórmula creada al efecto, el Estado de las Autonomías, a medio camino entre el unitario y el federal. Con ello se pretendía concitar la máxima conformidad en torno a la Constitución de 1978. Un diseño inacabado, al concebir los constituyentes que tal culminación sería recomendable postergarla para mejor ocasión, en una subsiguiente etapa donde ya nuestras bases democráticas se hubiesen asentado y no se resintiesen ante la compleja tarea. De lo que da constancia las ulteriores palabras de Suárez:

Algunos han criticado el texto de nuestra Carta Magna denunciando las lagunas y tachándola de ambigua. En nuestra larga historia constitucional son muchas las constituciones, técnicamente perfectas, que apenas han tenido vigencia. En ésta no quisimos dar por resueltos los problemas que, en realidad, no lo estaban. Pero se señaló el camino para su encauzamiento y la meta final[3].

Si bien precisaría:

El proceso autonómico tampoco puede ser una vía para la destrucción del sentimiento de pertenencia de todos los españoles a una Patria Común. La autonomía no puede, por tanto, convertirse en un vehículo de exacerbación nacionalista, ni mucho menos debe utilizarse como palanca para crear nuevos nacionalismos particularistas[4].

Como ya los definiera, durante la Segunda República, José Ortega y Gasset en aquel enardecido discurso pronunciado en la sesión de las Cortes del 13 de mayo de 1932, cuando ocupaba un escaño de diputado por León:

¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos[5].

Mas ese momento lejos de alcanzarse, cada vez se muestra más remoto, enmarañándose progresivamente el engranaje gubernamental. Grandes quebraderos de cabeza ha traído la distribución de competencias, de suma ambigüedad. La cuestión financiera pareciera que se otorga en base a quién ejerza más presión o albergue mayor sintonía con el gobierno de la nación en cada instante. La conversión del Senado en Cámara de representación territorial, como foro de participación de las distintas regiones, todavía espera su tan ansiada reforma. De la colaboración con el ejecutivo central en cuestiones que atañan a la política de la Unión Europea nada se sabe. Lo que provoca una constante improvisación en la toma de decisiones, a tenor de la coyuntura imperante según el color gobernante. Se reproducen diecisiete gobiernos autonómicos de similar composición al estatal, de manera que la administración se llena de solapamientos y duplicidades. Por consiguiente se complica excesivamente el entramado burocrático y se multiplican sus costes. Además de propiciarse una supuesta descomunal red clientelar, sustentada en un presunto y vetusto pilar caciquil. Así que no sólo se incrementa sustancialmente el número de empleados públicos, sino también el endeudamiento de las comunidades.

Los nacionalismos y regionalismos españoles se gestaron durante el último tercio del siglo XIX. Germinaron con fuerza a partir del Desastre del 98, es decir, con la pérdida de las últimas colonias de ultramar. Surgió en aquel instante una profunda preocupación por los males que padecía España. Con una tasa de analfabetismo que rondaba el 60 % y un gobierno central incapaz de dar respuesta a los problemas de las regiones periféricas. Contexto en el que destacaron las corrientes catalana y vasca, impulsadas por una emergente clase burguesa. Las cuales lograrían su reconocimiento durante la Segunda República. Situación que volvería a enquistarse con el franquismo, a causa de su exacerbada centralización y represión hacia los movimientos periféricos. Con la llegada de la Transición renacería ese sentimiento regionalista tanto en Cataluña, como en el País Vasco. Sentimiento que se expandió con posterioridad al resto de comunidades. Sin embargo, en ambas zonas las reivindicaciones acontecieron de modo marcadamente diferenciado.

Uno de los papeles primordiales para la moderación en Cataluña fue el desempeñado por Josep Tarradellas (1899-1988), contrario a la independencia. Defensor de la identidad catalana; pero, siempre integrada en el marco español. Presidente en el exilio del gobierno catalán desde 1954. Y es que con la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, por las Cortes Republicanas en 1932, Cataluña contaba con un gobierno y parlamento propios, el cual tuvo que exiliarse con la llegada del franquismo. Por lo que Suárez en 1977 reconocería a Tarradellas la legitimidad del cargo que ostentaba, designándolo presidente del gobierno preautonómico. Se restableció provisionalmente la Generalitat de Cataluña con el Real-decreto ley del 29 de septiembre de 1977. El 23 de octubre pronunció Tarradellas, en el balcón del palacio de la Generalitat, la mítica frase: «Ciudadanos de Cataluña, ¡ya estoy aquí!»[6]. De enorme trascendencia al escenificar la llegada de la democracia. El nuevo Estatuto de Cataluña se refrendó en octubre de 1979. En marzo de 1980 se celebraron las elecciones al Parlamento catalán, donde el partido de Pujol, Convergencia, se hizo con 28 de las 38 comarcas catalanas. Tarradellas se retiró, una vez cumplida su función conciliadora, de la vida política.

Básicamente el nacionalismo catalán de aquella época se caracterizó por su gran pragmatismo. Tendente a una posición centrada que aunaba distintas corrientes ideológicas: liberalismo progresista, democracia cristiana, socialdemocracia. Aspiraban a las mayores cotas de gobierno; pero, dentro del Estado español y Europa. Con plena aceptación de la Constitución de 1978, como queda demostrado con su implicación en el proceso de redacción.

Muy distinto del contexto que se dio en el País Vasco. Cuyo Estatuto no fue promulgado durante la Segunda República hasta octubre de 1936, ya iniciada la Guerra Civil. La autonomía se restauró provisionalmente mediante el Real Decreto-ley del 6 de enero de 1978. Los parlamentarios vascos no participaron en la elaboración de la Constitución de 1978. El Partido Nacionalista Vasco (PNV) hizo campaña por la abstención y la norma jurídica suprema fue votada finalmente sólo por el 30 % de los vascos.

Uno de los condicionantes del País Vasco fue ETA (Euskadiko Ta Askatasuna), País Vasco y Libertad en castellano. Fundada en 1958 por un grupo de jóvenes expulsados del PNV. Quienes abogaban por la independencia de Euskal Herria (Vizcaya, Guipúzcoa, Álava, Navarra, en España; Benaparre, Laburdi y Zuberoa, en Francia) a través de la lucha armada. Se declaraban independentistas y marxistas-leninistas. Su acción violenta comenzó en 1961. Concitaron apoyos durante el régimen franquista por su oposición a la dictadura, al transmitir una imagen errónea a la sociedad. Matiz que se deja entrever en las poderosamente llamativas declaraciones de Xavier Arzalluz, líder del PNV en tan trascendental etapa, a la televisión alemana (ZDF). Y que sólo son asimilables dentro del clímax vivido. Si para Cataluña la premisa principal era el restablecimiento de la democracia, en el País Vasco era superada por la solicitud de amnistía para los presos y el fin de la represión.

Si el gobierno de Madrid continúa con la represión, con el terror como hasta ahora, entonces continuarán las posturas extremistas. Yo opino que en estos momentos el País Vasco es un polvorín que si hace explosión lo que suceda será aún más grave que en Irlanda del Norte.

En este caso se llegaría a acabar con cualquier esperanza de democracia en el Estado español. Primero que podamos creer que la democracia va a ser auténtica. Exigimos la amnistía para todos, una amnistía total. Bueno, asesinos terroristas, para nuestro pueblo son luchadores por la libertad[7].

No obstante, con la llegada de la democracia ETA no cambió su postura. Si en el franquismo asesinó a 41 personas, hasta el momento cuenta en su haber con la macabra cifra de más de 800 muertos. Su repulsa es actualmente prácticamente unánime.

En octubre de 1979 se votó el Estatuto del País Vasco, con un 90 % de votos afirmativos y una participación del 60 %.

El PNV, la fuerza mayoritaria nacionalista vasca, se conformó prácticamente a partir de postulados demócrata-cristianos. Conservó, si bien con una clara modernización, ese halo de nacionalismo romántico impregnado desde su fundación en 1895 por Sabino Arana.

El Estatuto de Galicia, aunque refrendado en junio de 1936, no llegó a ratificarse por las Cortes Republicanas. El Gobierno de Suárez decretó un régimen provisional de autonomía, conforme a la Ley para la Reforma Política de enero de 1977.

Se consideró a Cataluña, País Vasco y Galicia «nacionalidades históricas», por haber promulgado sus respectivos Estatutos de Autonomía durante la Segunda República. Comunidades que accedieron a la autonomía por la «vía rápida» y adquirieron el máximo techo competencial desde el inicio.

Mas Andalucía, con dificultades, se uniría pronto a este grupo. El 28 de febrero de 1980 se convocó el referéndum andaluz a propuesta del Gobierno, para el que empleó una pregunta de difícil comprensión. Reputado como uno de los mayores errores de Suárez, al defender un marco competencial inferior al de Cataluña, País Vasco y Galicia. En pro de encauzar el proceso autonómico, del que ya se comenzaban a albergar serias dudas sobre su sostenibilidad y desarrollo. La UCD salió derrotada y aquello se consideró como el prolegómeno de su ocaso. Situación de la que se benefició el PSOE, que supo aprovechar la indignación de los andaluces ante lo que consideraban un agravio comparativo con el resto de regiones.

Las demás Comunidades Autónomas accederían a la autonomía a través de la «vía lenta». Las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla dispusieron de previsiones específicas. Y Navarra no ejerció ningún tipo de iniciativa, sino que se acogió a los derechos históricos declarados en la disposición adicional primera de la Constitución española de 1978.

Gradualmente las diecisiete Comunidades Autónomas lograron un similar techo competencial, a través de las diversas reformas estatutarias emprendidas. Lo que ha llevado aparejado un afán diferenciador de Cataluña y el País Vasco, en apelación supuestamente a ese declarado historicismo, con la pretensión de posicionarse en cada momento un paso por delante del resto. En 1992 el PSOE y el PP lograron un principio de acuerdo para la homogeneización competencial de todas las regiones. Con salvedad de los aspectos claramente diferenciales a nivel lingüístico, insular o foral. No obstante, la exigencia de apoyos políticos en las Cortes, que han buscado la connivencia de las formaciones periféricas representadas en el arco parlamentario, además de los pactos de gobernabilidad regionales, impidieron que tal pacto se ejecute.

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Notas: 

[1] Cita extraída de García Tizón, A. – Coord. – (1984). Capítulo 6: Ortega, Político. En Ortega y Gasset. Centenario de su nacimiento (1883-1955). Madrid: Servicio de Publicaciones del Ministerio de Educación y Ciencia.

[2] Giustiniani, E. (2009). El exilio de 1936 y la Tercera España. Ortega y Gasset y los blancos de París, entre franquismo y liberalismo. Circunstancia, año VII (nº 19).

[3] Cita extraída de Quevedo, F. (2007). Pasión por la libertad, p. 137. Madrid: Áltera.

[4] Cita extraída de Quevedo, F. (2007). Pasión por la libertad, p. 126. Madrid: Áltera.

[5] Cita extraída de Ridao, J.M. (2005). Dos visiones de España. José Ortega y Gasset y Manuel Azaña, p. 33. Barcelona: Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores.

[6] Ayala Sörenssen, F. (2015, 25 de octubre). «¡Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!». 38 años del regreso a España de Josep Tarradellas. ABC

[7] Cita extraída de Ardanaz, N. Los discursos políticos Televisivos durante la Transición española. Universidad de Barcelona. Obtenido el 2 de enero de 2017, de: https://www.publicacions.ub.es/bibliotecaDigital/cinema/filmhistoria/Art.Ardanaz.pdf

2 comentarios en “Capítulo L: El Estado de las Autonomías”

  1. Para Tierno Galván España es un conjunto de pueblos(estoy de aacuerdo),no de naciones.Concepto en decadencia.
    El pueblo habla por medio del/os Parlamento/s.
    La Constitución,de alguna forma,ha creado un enredo al emplear «Nacionalidades».¿Es la salida por la puerta de atrás,por no decir Naciones?

  2. Aquel momento JMAP resultaba ser sumamente delicado, por lo que se optó por la ambigüedad y por posponer para el futuro los problemas nacionalistas y regionalistas. Pero lo triste es que con la supuestamente consolidación de la democracia no sólo no hemos clarificado los términos, sino que los hemos enrarecido aún más.

    Un abrazo enorme.

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