El intenso calor, a pesar de su molestia, servía para relajar la desmesurada tensión en el ambiente, la desconfianza y recelos se palpaban por doquier. La voz de fondo predominante era la del párroco, eso sí, los cuchicheos daban lugar a un homogéneo murmullo, cual acompañamiento coral. Como siempre, las fiestas patronales no estaban presididas por la virgen a la que se veneraba, sino por disputas y múltiples rencores. Porque al fin y al cabo, lo queramos reconocer o no, lamentablemente aún existen lares donde se gesta lentamente otro renovado Puerto Hurraco.
A la salida de la eucaristía la banda comenzó a tocar los tradicionales pasodobles. Y tras ellos aprendices y veteranos, con su corte de alcahuetes respectivos. Sujetos que cantarán mil loas o se arrastrarán por el fango, con tal de lograr para sí la dádiva prometida.
Resulta, según se mire, bastante gracioso o triste. Si el que te empleaba antaño, ahora ya no estaba, de omnipotente prohombre cubierto de máximas virtudes pasaba a criatura monstruosa a la que se le atribuyen todo tipo de males. El poder de transformación que conferían los lisonjeros superaba a cualquier leyenda mitológica.
Gracias a supuestos intereses, los enemigos de ayer eran casi hermanos hoy. Aunque para mantener en cierto grado las apariencias, procuraban no dejarse ver juntos en demasía. Olvidando injurias vertidas en otros tiempos contra propios y extraños, contestadas en aquel momento a modo de promesas eternas, consistentes básicamente en jamás otorgar el perdón. Esa clásica ristra de estridentes grandilocuencias que se lanzan al viento y que la brisa erosiona con suma facilidad. Hay quien cuenta incluso que en estas historias siempre cohabita un padrino, y como tal es mentado reiterativamente por sus favorecidos.
Y allí estaban ellos en el centro de la plaza con exagerados y falsos abrazos. Hipocresía en estado puro. Con conversaciones huecas y vacías, repletas de subliminales mensajes. Quedando delatados inevitablemente por su lenguaje no verbal. Mientras hablaban del tiempo se frotaban las manos, relamiéndose ya por los pingües beneficios. Se tocaban la oreja o nariz, trasladándole por consiguiente al receptor la emisión de una burda mentira más. Total, entre tantas, de seguro que pasaba desapercibida.
Poco a poco se fue yendo la gente. Y allí de pié, pensé en lo que hace años me dijo un buen señor: «para lograr abrirse paso en un sitio, se ha de conocer primero lo que hay alrededor del camino». Y ahora afirmo que este lugar tiene todavía mucho que enseñar y mostrar. Una historia subyacente repleta de: odios, desilusiones y confabulaciones.