Capítulo XVII: Diferencias entre planteamientos intervencionistas y liberales

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El sábado mi padre y yo aún charlábamos sobre la tertulia política de la noche anterior, que como siempre duró hasta altas horas de la madrugada. Y más en concreto disertamos acerca de los planteamientos esgrimidos por Frédéric.

Frédéric explicaba que la irrupción de la estructura política bajo la fórmula del Estado, tal como hoy la concebimos, se gestó entre los siglos XVI y XVIII. Antes existieron dispares sistemas: las sociedades prepolíticas, la ciudad o la polis, el imperio, las poliarquías feudales,…Inclusive se vaticina que con toda probabilidad en el futuro se darán otros modelos. Además la organización estatal ha ido evolucionando con el paso del tiempo.

Si se atiende a la óptica del Estado constitucional:

Primeramente apareció el «Estado liberal de derecho», que rompe con el absolutismo anterior. Cuyo propósito estribaba en proporcionar a los ciudadanos una serie de libertades individuales. Con la adopción por parte del gobierno de una postura de no intervención en el ámbito privado de cada cual. De ahí la célebre frase «laissez faire, laissez paser» (dejad hacer, dejad pasar).

A continuación, con la industrialización, afloraría una nueva clase social, el proletariado. Quienes reclamaban su derecho a participar en la vida política, en pro de defender sus intereses en sede parlamentaria. Ya que hasta ese instante exclusivamente disfrutaban del sufragio un determinado número de personas, los más capaces económica y socialmente. Y tales reivindicaciones derivaron hacia la soberanía popular. Lo que supuso el comienzo del «Estado democrático de derecho».

Actualmente el arquetipo vigente es el «Estado social y democrático de derecho». Con él se persigue la igualdad entre los hombre, debiéndose proporcionar a aquellos que no alcancen los mínimos requeridos el acceso a ciertos derechos sociales básicos, como la sanidad o la educación.

En estos momentos se especula con una nueva generación de derechos: a la paz, al medio ambiente y a las tecnologías de la información y la comunicación.

No obstante, si se ha dado esta profunda trasformación durante los últimos siglos, resulta irrisorio que ahora se emplee como arma arrojadiza contra el adversario, la acusación de abogar por la primera etapa del Estado: «El Estado liberal de derecho». Cuando esa faceta, la inicial, ya se ha superado sobradamente.

Mas, como bien expuso Frédéric Bastiat, en su libro Lo que se ve y lo que no se ve, muchas de las nefastas consecuencias que acontecen provienen mayormente de decisiones políticas. Que originariamente quizás se esbozaran con una excelente intención, pero que suelen acabar desembocando en una alteración del equilibrio de las fuerzas espontáneas del mercado. Perjudicando a unos y beneficiando a otros arbitrariamente.

Pues no resulta razonable valerse de esos supuestos derechos sociales que se exige proteger, y que todos defendemos, para engordar el tejido burocrático. España cuenta con un empleado público por cada 15 habitantes, en tanto en cuanto en EEUU 1 por cada 150. Y desde el 2004 esta situación se ha ido incrementando paulatinamente en las diversas instituciones. Corporaciones llenas de solapamientos y duplicidades. ¿No es lo lógico analizar estos factores e intentar corregir las desviaciones en pro de ganar competitividad como país? Ya que es la actividad privada la que genera riqueza y empleo. El Estado subsiste mayormente de nuestros impuestos, cantidades que de no ser retenidas, contribuirían a dinamizar las transacciones económicas entre los particulares.

Siendo esa la diferencia principal, en el mundo contemporáneo, entre políticas liberales y otras más intervencionistas. Buscando las primeras que no se use el aparato gubernamental como acicate de la política clientelar, lo que conduce inexorablemente al retroceso económico nacional, y por ende al social y cultural por escasez de recursos. Pero de ningún modo pretende retrotraer a la sociedad a cientos de años atrás. Una burda mentira más que algunos insisten en argüir, con tal de no reconocer sus fracasos en cuanto a lo que su gestión pública se refiere.

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