El olor a cocido traspasaba la puerta, guiándome su aroma hasta un rebosante plato servido sobre la mesa. En el centro una cacerola repleta de pan humeante, recién sacado del horno de leña que está en el patio. Hoy mi padre había puesto el mantel que guardaba celosamente en la alacena. Blanco, salpicado por multitud de rosas caladas décadas atrás por las laboriosas manos de mi difunta madre. Por lo que aquel pedazo de tela se erigía como el más valioso tesoro de nuestra humilde morada.
Y es que Pedro Gutiérrez, a pesar de permanecer atado a su perenne silla de ruedas, gustaba mostrarse al mundo con su mejor cara. Sonriéndole hasta el último instante de su existencia. Viviendo su ocaso entre los recuerdos de un ayer fenecido y el cariño de sus seres más queridos.
Fue uno de aquellos niños de la guerra. Huérfano desde su más tierna infancia. A su madre nunca la conoció, ya que murió en el mismo momento del parto. De su padre jamás supo su identidad. Criado por sus abuelos junto a su hermana gemela Clara, a la que inmensamente idolatraba. A ninguno de los dos nadie les enseñó a leer ni escribir en su niñez, ni siquiera a contar. Pues Pedro debía arar las tierras de don Oprobio, el amo y señor de la finca donde habitaban. El que fuera progenitor del actual Alcalde. Mientras, Clara cosía en su casa a cambio de unas míseras monedas.
Mi bisabuela me contaba, que su hija eligió el nombre de Clara en honor a Clara Campoamor, con la que se sentía plenamente identificada. Principalmente, por lo que aquella política liberal e independiente significó, en una época en la que la mujer era menos que nada. Quien lograra incluir en la Constitución de 1931 el siguiente mandato: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes».
Pero no sólo propició la instauración del denominado voto femenino, sino que luchó denodadamente por la igualdad legal de los hijos dentro y fuera del matrimonio. En definitiva, por una España más justa y equitativa. En su primer libro editado igualmente en 1931, El derecho de la mujer, ya preconizaba: «El siglo XX será, no lo dudéis, el de la emancipación femenina…Es imposible imaginar una mujer de los tiempos modernos que, como principio básico de individualidad, no aspire a la libertad».
Y como ella, mi tía, ya a avanzada edad, gracias a su esposo Juan, inició sus estudios. Licenciándose en Derecho muchos años después. Tal vez el espíritu de superación de Clara Campoamor de ella se apoderó, conectando místicamente con sus pensamientos y su mente. Terminando por enraizar poderosamente en el alma de su hija Libertad.
Lamentablemente, cada una de ellas sufrió, en mayor o menor grado, la humillación e incomprensión de los rescoldos de un machismo acerado. Larvado en la mentalidad de siniestros sujetos que silenciosamente tejían el oscuro futuro de Matahambre.