Gotas de rocío en las hermosas rosas magentas

Relato de la escritora Ibiza Melián

El domingo por la mañana las gotas de rocío caían, cual tristes lágrimas, de las hermosas rosas del jardín. Rosas que perfumaban cada día nuestro hogar. Aromas que traían a mi mente las imágenes de los gratos momentos que allí pasamos. Como cuando supimos que pronto nacerías. Mi querida Silvia, sin duda alguna, el instante más feliz para tu madre y para mí. Una nueva Silvia estaba a punto de irrumpir en nuestras vidas. Nombre que ha sido usado por nuestra estirpe en cada generación.

Porque, no sé si sabes que la primera mujer de nuestra sangre, llamada Silvia, vino a este mundo el 3 de noviembre de 1800. Precisamente en esta casa. Y fue esa primera Silvia, que significa «señora de los bosques» , quien plantó todos esos rosales que ves. Rosas de un intenso color magenta. Rosa inserta en la cruz que colgaba de la delicada cadena que lucía en el cuello tu abuela. Valiosa joya familiar que pasa a la siguiente Silvia al fallecer la anterior.

Pues bien, las gotas de rocío, que vi el domingo por la mañana, no sólo indicaban el frío que hubo por la noche; sino también que algo extraño tuvo que ocurrir. Porque sólo aparecían en las rosas y no en el resto de las plantas. ¿Quizás fuera el llanto de esa Silvia nacida en 1800?

Corrí hacia la habitación de tu abuela. Toqué con fuerza en su puerta. «Madre» grité; pero, no escuché nada. Así que entré y vi que yacía recostada en la cama, engalanada con su precioso camisón blanco. Estaba radiante, con sus mejillas sonrojadas y sus labios pintados de carmín. Me indicó que me acercara. Tenía entre sus manos una pequeña cajita dorada. Cofre del que sacó la cadena con la cruz, en la que estaba la rosa magenta insertada. Me dijo que te la diera a ti.

Le comenté lo que pensaba, que las gotas de rocío eran el llanto de la primera Silvia de esta casa. Y me contestó que no, que al contrario, eran briznas de agua que ensalzaban la belleza de las mujeres de nuestro linaje. Pues seguramente ellas en el cielo se estaban acicalando, junto a tu madre y las demás, para darle el mejor de los recibimientos.

Luego, con una espléndida sonrisa me contó que debía partir, porque tu madre y el resto de Silvias la aguardaban. No sin antes recordarme que no nos sintiéramos tristes, porque se iba al bello jardín celestial repleto de rosas magentas. Que tenía noventa y cinco primaveras. Que ya había vivido demasiado aquí y se sentía cansada. No obstante, había disfrutado de una larga vida llena de felicidad y rodeada de sus seres queridos.

Partió serena y agradecida por todo lo que había disfrutado junto a nosotros. Y antes de irse me susurró que estaba muy orgullosa de ti. Me contó que si la extrañabas sólo tenías que soñar con ella. Sería tu forma de avisarla de que debía venir esa noche a arroparte y abrazarte.

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Silvia, mi amor, no llores. Tu abuela se fue feliz al pensar en la gran Silvia que dejaba aquí. Una niña de once años muy bondadosa y estudiosa. Una niña que rezuma el mismo amor que siente por ella su familia. Una niña con un corazón puro, predestinada al mejor de los futuros.

Enterramos a mi madre el lunes y pasada una semana encontré esta redacción escolar, en la mesilla de noche contigua a la cama de mi sobrina Silvia:

«Mi abuela murió el domingo, a las nueve de la mañana. Tenía noventa y cinco años y se llamaba Silvia igual que yo. Mi tía me contó que ese nombre significa señora de los bosques. Y que la primera Silvia de mi familia nació en mi casa, el 3 de noviembre de 1800. También me dijo que fue ella quien plantó todos los rosales de nuestro jardín. Y que como le gustaban mucho esas flores, siempre llevaba en el cuello una cadena de la que colgaba una cruz con una rosa. Collar que mi abuela le dio el domingo a mi tía para mí. Desde entonces siempre lo llevo puesto.

Al principio me puse muy triste, porque mi abuela ya no estaba. Pero mi tía me recordó que ella se había ido al cielo con mi madre, que también se llamaba igual que yo. Y que si la echaba de menos, la podía hacer volver sólo con pensar en ella cuando durmiese. De esta forma la haría regresar para que me arropase y abrazase siempre que quisiese. Y ha funcionado, cada noche se sienta conmigo en mi cama. Cuando se va me besa en la frente y deja en mi dormitorio el dulce aroma a esas rosas que tanto amaba.

El lunes corté las rosas más grandes del jardín. Las envolví en un papel dorado que estaba guardado en el cajón de los manteles del salón. Y luego me las llevé para adornar la tumba de mi abuela, después de que la enterraran en el cementerio del pueblo. Todos lloraban en el funeral; pero, yo no. Porque mi tía me aseguró que mi abuela me quería mucho. Que para ella era la mejor nieta y que tendría un gran futuro. La verdad aún no he pensado qué seré el día de mañana. Si seré médica o abogada. Cocinera o maestra. Periodista o futbolista. Cantante u otro tipo de artista. Quizás bailarina o trapecista. Lo que sí sé es que voy a ser tan buena persona como mi abuela. Inteligente, educada y bella como ella.»

Cuando terminé de leer aquel papel me lo llevé al corazón y no pude reprimir el llanto. Mi pequeña sobrina Silvia tenía tanta inocencia dentro de sí. Había perdido primero a su madre y más tarde a su abuela. Ahora sólo me tenía mí. ¿Estaría yo preparada para hacerla feliz?

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Gotas de rocío en las hermosas rosas magentas –
(c) –
Ibiza Melián

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