Retrato de Galdós pintado por Sorolla

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Entre los cuadros pintados por Joaquín Sorolla (1863-1923) se encuentra el celebérrimo retrato del escritor liberal canario: Benito Pérez Galdós, pintado en 1894. Imagen enormemente familiar para los españoles, ya que durante muchos años estuvo impresa en los antiguos billetes de mil pesetas.

Lienzo propiedad del Cabildo de Gran Canaria, quien lo adquirió en 1973, tras comprarlo a los nietos del simpar novelista. Y que habitualmente se encuentra colgado de las paredes de la Casa-Museo Pérez Galdós, sita en la capital de la isla.

Es en esa cosmopolita ciudad, punto de encuentro de culturas y civilizaciones, caracterizada por su tricontinentalidad, a caballo entre América, África y Europa, donde nace el más importante novelista nacional después de Cervantes. Concretamente el 10 de Mayo de 1843. Y será ahí donde comenzará a impregnarse del espíritu liberal de la época, gracias al aprendizaje adquirido en el Colegio San Agustín, en el que ingresó en 1852. Centro que divulgaba las corrientes imperantes en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Abogando por la búsqueda de la verdad a través de la observancia rigurosa de la realidad y la experimentación. Transmitiéndoles los docentes a sus pupilos las avanzadas teorías del momento, tales como la evolución de las especies de Darwin.

Su timidez y parquedad en palabras le acompañarán desde su niñez hasta el final de sus días. Así como su afición al dibujo y al piano. Siendo en su tierra natal donde comenzarán sus incursiones en el mundo de la literatura, mediante multitud de colaboraciones en los más populares periódicos insulares.

Después de cursar el bachillerato en el Instituto de la Laguna, marchará a Madrid para matricularse en la facultad de Derecho. No obstante, pronto abandonará los estudios para dedicarse en cuerpo y alma al noble arte de reflejar las vivencias de nuestra sociedad.

A pesar de no ser declarado el mentor de la Generación del 98, son numerosas las coincidentes características de este grupo con los textos galdosianos: su interés por el paisaje patrio; por las costumbres de sus gentes; su fascinación por los autores clásicos y sus personajes, y en especial por “El Quijote” de Cervantes. Recreando asiduamente en sus libros la paranoia, la esquizofrenia, la imposibilidad de distinguir entre el mundo real del inventado. Sin olvidar su  preocupación por la debilidad de España. Estado anclado en el pasado, incapaz de adaptarse al progreso. Por otro lado, su postura también fue siempre contraria a cualquier fanatismo dogmático.

Son propios de su estilo: la exactitud de sus descripciones; el conocimiento de la condición humana, que recrean en el lector la sensación de acontecimientos ya vividos. Destacando su maestría en el uso del diálogo, no buscando el preciosismo, sino la cercanía del lenguaje, sin eludir vocablos empleados cotidianamente por el pueblo, a pesar de que pudieran ser considerados un tanto soeces. Si populares fueron sus narraciones, no menos sus piezas teatrales. Aunque sin duda el máximo exponente de la genialidad de todos los tiempos serán sus “Episodios Nacionales”, que arrancan con la guerra romántica por excelencia, la de la Independencia. Su hechizo por España lo llevará a adentrarse en la política activa, inicialmente como diputado de la mano del partido liberal de Sagasta. Faceta que aprovecharán sus adversarios para emprender una campaña de desprestigio contra su obra y su persona, lo que propiciará que la academia sueca no le otorgue el Premio Nobel. Sin embargo, si se le concedió un sillón en la Real Academia de la Lengua Española.

Galdós murió en Madrid, cuyos habitantes en infinidad de veces describió, el 4 de Enero de 1920, ciego y pobre, pero vitoreado por sus residentes. Ese día su cuerpo inerte que yacía en su domicilio envuelto en la bandera española, salió de su hogar para dirigirse solemnemente al cementerio de la Almudena, acompañado por más de 20.000 madrileños.

Serán posteriormente los intelectuales de la generación del 14 (Ramón Pérez de Ayala, Madariaga) quienes más datos nos aportarán sobre la vida de Don Benito y su carácter singular: enamoradizo, dadivoso y desprendido por igual.

“En una ocasión don Gabino Pérez, su editor, le quiso comprar en firme sus derechos literarios de las dos primeras series de los Episodios nacionales por quinientas mil pesetas, una fortuna entonces. Don Benito replicó: «Don Gabino, ¿vendería usted un hijo?». Y, sin embargo, don Benito no sólo no disponía jamás de un cuarto, sino que había contraído deudas enormes. Las flaquezas con el pecado del amor son pesadas gabelas. Pero éste no era el único agujero por donde el diablo le llevaba los caudales, sino, además, su dadivosidad irrefrenable, de que luego hablaré. En sus apuros perennes acudía, como tantas otras víctimas, al usurero. Era cliente y vaca lechera de todos los usureros y usureras madridenses, a quienes, como se supone, había estudiado y cabalmente conocía en la propia salsa y medio típico, con todas sus tretas y sórdida voracidad. ¡Qué admirable cáncer social para un novelista! (Léase su Fortunata y Jacinta y la serie de los Torquemadas). Cuando uno de los untuosos y quejumbrosos prestamistas le presentaba a la firma uno de los recibos diabólicos en que una entrega en mano de cinco mil pesetas se convierte, por arte de encantamiento, con carácter de documento ejecutivo o pagaré al plazo de un año, en una deuda imaginaria de cincuenta mil pesetas, don Benito tapaba con la mano izquierda el texto, sin querer leerlo, y firmaba resignadamente. Los intereses de la deuda ficticia así contraídos le llevaban casi todo lo que don Benito debía recibir por liquidaciones mensuales de la venta de sus libros. Muy pocos años antes de la muerte de don Benito, un periodista averiguó por esto su precaria situación económica y la hizo pública, con que se suscitó un movimiento general de vergüenza, simpatía y piedad(…). A principios de mes acudían a casa de don Benito, o bien le acechaban en las acostumbradas calles, atajándole al paso, copiosa y pintoresca colección de pobres gentes, dejadas de la mano de Dios; pertenecían a ambos sexos y las más diversas edades, muchos de ellos de semblante y guisa asaz sospechosos; todos, de vida calamitosa, ya en lo físico, ya en lo moral, personajes cuyas cuitas no dejaba de escuchar evangélicamente(…). Don Benito se llevaba sin cesar la mano izquierda al bolsillo interno de la chaqueta, sacaba esos papelitos mágicos denominados billetes de banco, que para él no tenían valor ninguno sino para ese único fin, y los iba aventando.”

Ramón Pérez de Ayala, «Más sobre Galdós», en Divagaciones literarias, Madrid: Biblioteca Nueva, 1958, pp. 162–163.

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