La oscuridad se cernía lentamente sobre Sigüenza. Haciéndose el frío cada vez más patente. Apoderándose el silencio poco a poco de sus longevas calles medievales. Sobresaliendo sobre tan enigmática estampa el majestuoso Castillo, donde estuvo confinada, desde 1355 a 1359, nuestra venerada Doña Blanca. Privada de toda libertad por su cruel marido, Pedro I de Castilla. Narrando la leyenda que, en las noches cerradas de luna llena, aún se pueden percibir sus tristes lamentos, incluso vislumbrar su afligido espectro.
Mas la fortaleza hoy se encuentra transformada en hotel. Parada imprescindible para los viajeros que andan detrás de la huella de nuestra larga y tumultuosa historia. Y allí estábamos, como cada año, los cinco miembros de “La Hermandad de Doña Blanca”. La desdichada Doña Blanca de Borbón, asesinada por orden de su sanguinario esposo cuando apenas contaba con 25 años de edad. Si bien, su cuerpo inerte yace en suelo andaluz, su espíritu errante vaga por este pequeño enclave de Castilla – La Mancha. Implorándonos, suplicándonos que conquistemos su libertad, y no sólo la suya sino también la nuestra, en definitiva la de todos.
Poseyendo aquella etapa de nuestro pasado suma importancia. Pues supuestamente en defensa del honor de Doña Blanca se desencadenaría la primera Guerra Civil nacional. Y luego de perecer el despiadado Pedro I a manos de su hermanastro, Enrique de Trastámara, coronado como Enrique II de Castilla, y con la alianza de Aragón, se iniciaría la construcción de La España moderna. Pero serán los Reyes Católicos en 1447 los que rendirán el merecido homenaje a Doña Blanca. Decretando darle entierro real en el Monasterio de San Francisco de Jerez de la Frontera. Conminando a inscribir en su lápida: “(…) Doña Blanca Reina de las Españas, hija de Borbón (…), fue grandemente hermosa de cuerpo y costumbres, (…) muerta por mandato del rey D. Pedro I el Cruel su marido. (…).”
Tomás era el primero en llegar a la mesa reservada en el comedor del establecimiento. Cuando me vio rápidamente se levantó, esbozando con una sonrisa:
– “Hola María, ¡qué alegría!, otra vez juntos.”
Entremezclándose sus palabras con las estruendosas carcajadas de Amador, que acababa de entrar con Carlos. Al alcanzar la mesa interpelaron al unísono:
– “¿Dónde está Isabel?”
Tras lo que se escuchó en un afable tono:
– “Ya estoy aquí, así que de ponerme falta nada de nada.”
Después de veinte años continuábamos congregándonos, un fin de semana de finales de septiembre, en aquel Parador Nacional de Turismo del Castillo de Sigüenza. Debatiendo en cada cita sobre la tan efímera Libertad y sus principales baluartes, en torno a un buen vino y un suculento cabrito asado a la barreña. Deleitándonos finalmente con una dulce y exquisita Tarta de Doña Blanca de nata, yema y miel.