En ciertas ocasiones he creído escuchar incluso sus pasos, su entrecortada respiración, su aliento, exhalando compungidamente su enorme pesar. Pobre Doña Blanca me digo, una y mil veces, condenada al ostracismo, al olvido, a llorar en silencio un amor tan intenso como incomprendido.
Fue al comienzo de su largo e infausto peregrinar donde le conoció, Don Fadrique, su amado y venerado noble español. Con la primera mirada la cautivó. No obstante, con el característico sigilo que envuelve a la legendaria Orden de Santiago supo ocultar la abrasadora y correspondida pasión. El hermanastro de Pedro I de Castilla fue designado el Gran Maestre de tan valerosos caballeros cuando apenas contaba con ocho años edad, cargo que sólo abandonaría al perecer vilmente. Orden de notable similitud con los del Temple, considerados los precursores de la banca moderna, acusados impíamente de herejes por el Papa Clemente V, férreamente instigado por el monarca francés. Dicen que cuando los templarios supuestamente desaparecieron en nuestro suelo patrio, determinadas propiedades fueron traspasadas a la Orden de Santiago, acogiendo también, según parece, alguno de sus místicos miembros. ¿Traerían consigo sus secretos? Eso se desprende, si hacemos caso a los abundantes símbolos que emergen del cuadro del Greco (1541-1614), “El Entierro del Conde de Orgaz”.
Por otro lado, me imagino a la bella dama al saber de la muerte de Don Fadrique. Impávida, pero internamente abatida. Rota por el dolor, aún mayor al no poder mostrar ni un ápice de su tragedia. Pues no hay nada peor que tener que callar los avatares de nuestro corazón. Sosteniendo entre sus delicados dedos la pequeña cruz que él le regaló, en la que destacaba una minúscula flor, una rosa pintada de un intenso magenta.
Incluso percibo levemente el canto de los juglares recordando su desventurada vida:
“Después de varios años prisionera,
Después de tanto encono y tanto olvido,
ya no tiene la mínima esperanza
de que se haga la luz en su camino.” (1)
Pues muy probablemente al morir Don Fadrique en la primavera de 1358, lo único que daba color a su gris existencia, exclusivamente le cabía esperar su fatal destino y rezar por encontrarse más pronto que tarde con su alma gemela en la otra orilla. Lo que acontecería en 1361.
Tantas historias, tantos enigmas, guardan los muros de este castillo. Y a veces me pregunto si será lo suficientemente hermética “La Hermandad de Doña Blanca” para no desvelar jamás nuestro legado, o al menos hasta que no estemos seguros de que no será malinterpretado. Desvirtuado por la superchería, el fanatismo, en definitiva por los incontables y virulentos enemigos de la Libertad. Aquellos que apelan a una única y estrecha verdad.
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(1) Martínez Gómez-Gordo, J.A. (1998). Doña Blanca de Borbón. La prisionera del castillo de Sigüenza, p. 52. Guadalajara: Aache Ediciones.
Volver el tiempo atrás y ser un espectador de lujo de los pasajes de la historia, creo que es el sueño de todo mortal con un poco de cultura. Un gran abrazo
Gracias, me alegra que te guste.
Un abrazo enorme,
Ibiza Melián