🎨 La amistad entre Sorolla y Pérez de Ayala

La señora de Pérez de Ayala, cuadro pintado por Sorolla

El último cuadro de Sorolla

Joaquín Sorolla (1863-1923) supo abordar con suma maestría el retrato y captar la esencia de los intelectuales del momento. Ya que no hay que olvidar que en el primer tercio del siglo XX, en concreto a partir de 1898, irrumpió en España el movimiento de la generación del 98. Quienes conformarían la Edad de Plata, junto a los institucionistas, regeneracionistas, generación del 14 y posteriormente la del 27. Corrientes que anhelaban ante todo la recuperación de España. Coincidente dicho periodo con el ocaso del poder hegemónico territorial iniciado desde el siglo XVII y que culminó con la pérdida las últimas colonias en ultramar.

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Sus mágicos pinceles plasmaron la brillantez de dos de nuestros más comprometidos liberales: José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala. Testigo este último del ataque de hemiplejía sufrido por Sorolla en 1920. Hecho por el cual quedó incapacitado para volver a pintar y que lo consumiría lentamente hasta su muerte, acaecida el 10 de agosto de 1923.

La señora de Pérez de Ayala

Todo ocurrió mientras retrataba a la esposa del que fuera su amigo y director del Museo del Prado durante la Segunda República. El lugar elegido fue el jardín de su casa, de inspiración andaluza, al que dedicó múltiples instantáneas y que hoy alberga el Museo Sorolla. Más de setenta láminas que representan la madurez y serenidad de sus sentimientos, con una evolución hacia unos colores más fríos que en otros tiempos, entre los que destacan los depurados verdes y violetas. El escritor nos dejó el ulterior testimonio de aquel triste suceso:

El adiós a la pintura

Una fina y templada mañana madrileña del mes de julio, en su jardín, Sorolla pintaba el retrato de mi mujer, observándole yo, a su lado. Éramos los tres solos, bajo una pérgola enramada. Levantóse una vez y se encaminó hacia su estudio. Subiendo los escalones, cayó. Acudimos mi mujer y yo en su ayuda, juzgando que había tropezado. Le pusimos en pie, pero no podía sostenerse. La mitad izquierda del rostro se le contenía en un gesto inmóvil, un gesto aniñado y compungido, que inspiraba dolor, piedad, ternura. Comprendimos la dramática verdad; la cuerda, extremadamente tirante, se había quebrado. (Sorolla sentía el pavor y el presentimiento de la parálisis; años antes había padecido un amago). Aun así y todo, rebelde contra la fatalidad que ya le había asido con su inexorable mano de hierro, Sorolla quiso seguir pintando. En vano procuramos disuadirle. Se obstinó, con irritación de niño mimado a quien, con pasmo suyo, contrarían. La paleta se le caía de la mano izquierda; la diestra, con el pincel más sujeto, apenas le obedecía. Dio cuatro pinceladas, largas y vacilantes, desesperadas; cuatro alaridos mudos, ya desde los umbrales de la otra vida. Inolvidables pinceladas patéticas! «No puedo», murmuró con lágrimas en los ojos. Quedó recogido en sí, como absorto en los residuos de luz de su inteligencia, casi apagada, de pronto, por un soplo absurdo e invisible, y dijo: «Qué haya un imbécil más, ¿qué importa al mundo?».


VIII. La amistad entre Sorolla y Pérez de Ayala –
(c) –
Ibiza Melián

Nota: Texto perteneciente al ensayo La relación de Sorolla con los liberales de su época, de Ibiza Melián.

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