Capítulo XLIV: La Constitución de la Segunda República

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El 9 de diciembre de 1931 el presidente de las Cortes promulgó la Constitución por la que se rigió la Segunda República. Donde se recogía una extensa variedad de derechos individuales, políticos y sociales. Se decretó la soberanía popular y el sufragio universal para los mayores de 23 años, tanto masculino como, por primera vez, femenino. Se declaró la división de poderes: legislativo (Cortes), ejecutivo (presidente de la República y Gobierno) y judicial.

La Administración de justicia se organizó en base a la independencia de los jueces, la unidad de fuero, gratuidad para los ciudadanos que carecieran de recursos económicos suficientes y participación popular en la configuración de Jurados. Se creó el Tribunal de Garantías Constitucionales, fuertemente criticado por disponer de una composición demasiado politizada. El cual resolvía respecto a recursos de inconstitucionalidad o de amparo. De igual modo, en lo tocante a cuestiones de inconstitucionalidad de las leyes sobre la responsabilidad criminal del presidente de la República, del presidente del Gobierno y de los ministros, así como de los magistrados del Tribunal Supremo. Por último, también se encargaba de dirimir en torno a las controversias suscitadas por conflictos de competencias entre el Estado y las regiones autónomas.

La organización territorial se adscribió a un modelo que se calificó como Estado integral, a medio camino entre el unitario y el federal. Aspecto que influyó en la ulterior redacción de la Constitución de 1978. Y su economía se articuló alrededor de un sistema mixto, conforme a los postulados keynesianos.

Los órganos constitucionales eran los siguientes:

Las Cortes.- Unicamerales, a semejanza de la Constitución de 1812. Se suprimió el Senado, al estimarse anacrónico y no auténticamente representante del pueblo español, así como un elemento que inevitablemente dilataba cualquier decisión.

El presidente de la República.- Encargado, junto con el presidente del Gobierno, de la dirección política del Estado. Elegido por seis años por los propios parlamentarios y un número igual de compromisarios, escogidos mediante sufragio universal, directo y secreto. Una vez concluido su mandato, no le era factible acceder al mismo cargo hasta transcurridos otros seis años. Entre sus funciones se encontraba designar y separar de su puesto al presidente del Gobierno. Así como, y a propuesta de este último, nombrar a los ministros. También la promulgación de las leyes y la facultad de ejercer el veto suspensivo sobre las mismas. Su figura política era jurídicamente responsable ante el Congreso. Al Tribunal de Garantías Constitucionales le correspondía instruir cualquier causa, con indicios de criminalidad, abierta contra él, previa acusación de las Cortes.

El presidente de la República podía además disolver el Congreso hasta dos veces en su mandato. En cuyo caso, a los diputados entrantes se les permitía analizar la conveniencia de tal determinación y dictaminar, si así lo consideraban, su destitución. Hecho que sucedió en 1936 sobre la persona de Niceto Alcalá Zamora (1877-1949).

El Gobierno.- Compuesto por el presidente o jefe de Gobierno y los ministros. Dedicados básicamente a la alta dirección y gestión de los servicios públicos. En cuanto a su poder normativo, se circunscribía a elaborar los proyectos de ley que posteriormente se sometieran al debate y dictamen parlamentario, dictar decretos y la potestad reglamentaria. El gobierno requería de una doble confianza, la concedida por el presidente de la República y la proveniente de las Cortes. Lo que evidenciaba la inestabilidad política de la época, de manera que desde el 14 de abril de 1931 al 18 de julio de 1936 se sucedieron diecinueve gobiernos. La media de duración fue de poco más de tres meses. Incluso alguno se mantuvo únicamente cuatro o cinco semanas en el poder.

Este convulso periodo, donde chocaron frontalmente la ideología liberal y la marxista, estuvo liderado por lo general por representantes públicos de gran talla. Quienes, quizás, olvidaron que ante todo el fin último de la política es garantizar la cohesión social. Objetivo que debe primar sobre cualquier decisión gubernamental, en pro de evitar la fractura, como postreramente aconteció. Muchas de las diatribas, lanzadas desde los escaños del Congreso, resultaron sumamente irresponsables. Las cuales fueron utilizadas en la calle para justificar todo tipo de reprobables actitudes y para enfrentar a la población.

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La Segunda República fue una iniciativa en gran medida de los intelectuales, al frente de los cuales se situó la generación del 14, capitaneada por José Ortega y Gasset (1883-1955). Quien decepcionado, al observar el cariz que tomaban las cosas, decidió disolver la Agrupación al Servicio de la República en 1932. A través de un manifiesto, publicado en el periódico Luz el 29 de octubre, «dejando en libertad a sus hombres para retirarse de la lucha política o para reagruparse bajo nuevas banderas y hacia nuevos combates»[1]. Cuyos miembros se repartieron entre el Grupo Republicano Independiente, el Frente Popular o la Falange Española.

Un contexto eminentemente conflictivo. Repleto de abruptas contiendas protagonizadas por las dos eternas Españas, que impedían la fraternal reconciliación bajo la bandera de la tercera: la de la libertad, la integración y el progreso. Y en cierta medida pareciera que los puntos candentes de aquel momento vuelven a surgir en esta era.

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El grado de desencanto fue tal, que Salvador de Madariaga (1886-1978) llegó a definir a la Segunda República como el «trágico disparate». Incluso Unamuno (1864-1936) apoyó inicialmente a los rebeldes, cuya sublevación y fallido intento de Golpe de Estado desencadenó la cruenta Guerra Civil. Pues ilusamente creyó ver en los militares la autoridad regeneracionista necesaria para encauzar la deriva nacional. Empero, rápidamente rectificó su pueril ilusión. Se arrepintió públicamente el 12 de octubre de 1936, en el acto de apertura del curso académico de la Universidad de Salamanca, ante los improperios lanzados por el general José Millán-Astray:

Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Se ha hablado también de catalanes y vascos, llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis.

Para acto seguido, luego de los encendidos ataques del militar, continuar:

Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España[2].Safe Creative #1005166304817

 


Notas

[1] Cajade Frías, S. (2007). Democracia y Europa en J. Ortega y Gasset. Una Perspectiva ética y antropológica, p. 23. [Tesis Doctoral]. Universidad de Santiago de Compostela. Dpto. de Lógica y Filosofía Moral. Facultad de Filosofía. España.

[2] De Unamuno, D. (12 de octubre de 1936). Discurso en el paraninfo. Discursos. La historia a través de los discursos de sus líderes. Obtenido el 29 de octubre de 2016, de: https://www.beersandpolitics.com/discursos/miguel-de-unamuno/discurso-en-el-paraninfo/1228

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